Hay mucha gente que pasa por México, sin que México ‘pase’ por ellos. Nos alarma y hasta indigna su falta de sensibilidad, su incapacidad para apreciar las maravillas de nuestro país.
Pero también hay personas procedentes de las más diversas latitudes, que admiran sincera y profundamente los grandes valores culturales de México.
Se trata de gente que está más allá de esnobismos de ocasión. Gente que se niega a “comprar” peleas ideológicas sobre hechos cruciales del pasado y concentra su atención en las raíces plurales del alma mexicana, donde confluyen las mejores aportaciones de las culturas indígena, africana y europea.
El pintor, escultor y grabador Jesús R. Jáuregui vio sus primeras luces en el País Vasco –es decir, en España, en Europa– en 1958, Por cosas de la vida, recaló en México hace 29 años, en un momento decisivo del proceso de configuración de una personalidad artística propia. Al tiempo que echaba raíces en el país –abundante producción de obras, redes de amistades, vínculos familiares– fue abriendo su corazón a la irresistible influencia de la sofisticada visión mesoamericana del mundo: la simbólica de los códices antiguos, las grandes divinidades indígenas, la potente estética de la fertilidad y de la muerte, y tantos otros motivos.
Aun cuando, desde hace un tiempo, Jáuregui reside en su país de origen, nunca ha cortado sus lazos afectivos con México y, sobre todo, en ningún momento ha detenido su ya largo viaje a las profundidades de la imagen “mexicana” del mundo. México habita en el corazón de Jáuregui, en la misma medida en que su sensibilidad y perspicacia artística ha penetrado lo más profundo del corazón de México.